Perder a un amigo es una desgracia.
Que alguien que pensaste que
siempre estaría a tu lado deje de estarlo suele ser algo gradual. Habláis
menos. Igual ya no vivís en la misma ciudad o ya no se dan las circunstancias
de veros tan a menudo. Va pasando el tiempo y, de repente, piensas en él. ¿De
verdad hace más de 6 meses que no hablo con él? Y te da una pena infinita. Piensas
en llamarle. Quizás un WhatsApp. Lo piensas pero no ves el momento. En parte
también lo dejas pasar porque ¿y él no se ha dado cuenta? ¿y él no me echa de
menos? Una gilipollez, no lo voy a negar. Y te debates entre la gilipollez y la
amistad. Le sigues queriendo, han sido muchos años siendo inseparables. Y
hablas de bodas con tus amigas las casaderas y piensas… si sigo distanciada,
cuando me case ¿estará él? Porque no concibes que esa persona se pierda los
momentos importantes de tu vida, aunque las vuestras hayan seguido caminos
distintos.
Obviamente no va a ser lo mismo.
Ya no estáis en la universidad, ya no eres una ocupa en su piso de estudiantes
y ya no bebéis vino de tetrabrik (gracias a Dios). El tiempo ha pasado y los
dos habéis cambiado, pero no tanto como para que justifique dejar de ser
amigos.
Él es la persona a la que acudías
cuando tenías un problema. Era abrazos, risas, confesiones, secretos, crisis
existenciales, copas, más risas, películas en el sofá, desayunos post juerga,
resacas en común, tardes de estudio, paseos, amistad. Cuando estabais juntos no
os hacía falta más gente, ya fuese para un fin se semana “de esquí” en los que
pasabais muchísimo más tiempo en el bar que en las pistas, si es que llegabais
a pisar estas, o para una tarde-noche de esas que empezaban en la biblioteca y
acababan cerrando discotecas. Eráis los
más juerguistas del lugar, no lo voy a negar. Pero él era mucho más que un
compañero de juerga.
Y pasan cosas en tu vida, buenas y malas. Y en las malas te encantaría tener su apoyo y las buenas las quieres compartir con él. No porque lo necesites, por suerte tienes muy buenos amigos, sino porque quieres.
Luego llega su cumpleaños y le
escribes, y te contesta como si nunca hubieseis sido así de amigos. Te llama
como solo te llama él, pero solo te da las gracias. Ignora el “a ver si nos
ponemos al día que hace mil que no hablamos”. Y vuelves a pensar que igual no
merece la pena.
Le sigues queriendo y no quieres
llegar al punto donde ya no da pena. Sabes que llegará, es ley de vida. Que
quizás en unos años os encontréis por casualidad, te haga ilusión, te alegres
de que todo le vaya bien y recordéis viejos tiempos con cariño, pero ya no te
dé pena. Y quieres evitarlo. Pero ¿y por qué no llama él? ¿es que no me echa de
menos? Lo dicho, gilipollas.
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